Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006.05.11
Iñaki Egaña
Siento referir con asiduidad en mis
escritos sucesos y lugares cercanos a mi casa. Son los que más me conmueven y
no lo puedo enmendar. Dicen que tanto los nacionalismos como los localismos
(empleando expresiones que no me agradan pero, en fin, para que se comprenda),
se alivian viajando y leyendo. Por Dios que hago más viajes de los que mis
huesos son capaces de soportar, incluso a metrópolis con solera abolenga, y
aunque bien es cierto que no alcanzo a leer lo que quisiera, son muchas las
noches en las que la luz de mi cuarto es la última en apagarse en el patio,
después de que mis ojos hayan consumido miles de letras.
Debo de ser la excepción de toda regla porque mi localismo (o
«microhistoricismo», como dicen los modernos) se intensifica con los años, a
pesar de viajar y de leer. O quizás sea un tipo raro, hecho que no creo
probable dada mi tendencia a circular por autopistas. O, probablemente, la
expresión a la que me refiero sea una imbecilidad más de las que pululan por
los catecismos y los manuales para abordar la vida diaria.
Por eso, tras justificar la tenacidad en lo próximo, quiero
traer a la memoria de los de mi generación y la anterior aquella especie de
leyenda urbana bien extendida sobre la habilidad del dictador Franco en el arte
de la pesca. Quienes sufrimos su reposo en la costa verano tras verano nos
acostumbramos a una ciudad, Donostia, asediada militarmente, repleta de
chivatos y, sobre todo, blanque- ada por un ambiente de ángeles como no podía
ser de otra manera asexuados. El limbo. Nada pasaba y no había que levantar la
voz. El dictador era el dictador, pero atraía gentes y dinero... progreso para
la ciudad. Aún pagamos aquellas consecuencias.
La leyenda que citaba tenía que ver con la pesca con arpón y su
caza a tiros de un cachalote en el bravo Cantábrico. Los de mi edad recordamos
sin duda aquella aventura que quedó como símbolo de toda una época. Somos, al
igual que nuestros primos los simios, amigos de tres o cuatro referencias,
porque, como apuntan los científicos, nuestro cerebro apenas se ejercita. Y la
del cachalote, desgraciadamente, es una de las referencias sobre la estancia
del ogro en nuestra tierra.
Tengo que decir, en contra de la opinión de los más incrédulos,
que la pesca o la caza de semejante cetáceo fue un hecho cierto, que sucedió en
el verano de 1957 y que, al margen de la escenificación de aquel evento y de su
correspondiente letanía de artículos y fotografías, sirvió para cubrir con su
manto, desde cualquier punto de vista, toda una estación estival. Y también
envolvió un atropello que jamás se rehabilitará. Hoy que escuchamos decir a los
expertos que la memoria condensa el derecho a la verdad, a la justicia y a la
reparación, me atrevo a decir que el cachalote de Franco sirvió para ocultar,
para desmemoriar. Por ello, los predecesores de Fraga eligieron un cachalote y
no una sardina. Su tamaño fue proporcional al de la campaña que promovieron.
No voy a entrar en detalles de aquella caza (según las crónicas
Franco mató al cetáceo de cuatro disparos, uno de ellos en el corazón), sino en
lo que ocultó. Tampoco si el sacrificado fue un cachalote, un delfín o un atún.
¡Qué más da! Eran días de calor, del agosto costero que tanto celebraban los
que convertían España en el horno europeo. El dictador, lo recordarán los
lectores, se desplazaba en un barco cuyo nombre fue parte de la leyenda: Azor.
Tanto debió de ser el atractivo del yate que, después de la desaparición del
tirano, el abogado sevillano convertido en presidente arropado en las siglas
del PSOE (Felipe González) se lo apropió como haría un niño con un juguete
codiciado.
El Azor surcaba las aguas del Cantábrico indolente. Mostraba el
orgullo de aquel sucesor de los grandes del imperio añorado que era Franco. Y
lo hacía de tal manera que el resto de los humanos, a su lado, eran de segunda
categoría. Calderilla. Así que entró en una tarde de esas bochornosas de agosto
en las aguas de la Concha y arrolló la barcaza de las que cubría, y aún hoy lo
hace, el trayecto de la isla de Santa Clara al puerto. La txalupa viajaba
repleta y el golpe hundió la nave. Cinco muertos, ahogados. Nombres que jamás
aparecerían en los libros de historia: José de Miguel, Benito Amiano, Andrea
Dolorea, Manuela Rozado y José Ramón Rubiola.
Se tapó el asunto, pero el eco de la noticia y su rumor fue
ensordecedor. Finalmente el Ayuntamiento se hizo cargo de la gestión: un
funeral y santas pascuas. La implicación del barco del ogro era del todo
conocida. No se podía obviar, pero sí pasarla de puntillas. ¡Que se airee lo
del cachalote! Al funeral asistieron los ministros españoles de la Marina y el
del Ejército, cubriendo al dictador que se quedó en «su» palacio de Ayete,
contemplando las fotografías del cachalote acribillado. Chaplin habría
reproducido la escena magistralmente.
Nadie en la ciudad recuerda aquel suceso y menos a las víctimas.
Ni siquiera una inscripción, una placa, una cita. ¿Qué podemos esperar de un
Ayuntamiento que retiró a Franco dos veces el título de hijo adoptivo, que los
concejales que lo hicieron la segunda ni siquiera recordaban que lo habían hecho
unos años antes? Qué memoria la nuestra tan manipulable, tan previsible.
Hoy
como ayer, la historia nos la escriben con recortes sobre cachalotes y fastos
similares. Las crónicas se contabilizan en euros, las listas de aprendices a
falangistas van en aumento y, lo peor, una muchedumbre solicita circo. El medio
es el apropiado para intoxicar sin demasiados gastos. Nos repiten una y otra
vez que estamos en los albores de un proceso de paz. Es posible. No soy nadie
para ponerlo en duda. Pero... ¡cuidado! La historia es tan aburridamente
repetitiva que sé con certeza que el futuro más cercano, en este proceso que se
divisa, estará lleno de cachalotes sobrevolando nuestro escenario, valga el
recurso, a la espera de cazadores advenedizos. Mientras ellos alardeen de sus
capturas, otros sufrirán las embestidas de los modernos azores.