Excavaciones en Navarra VII (I)
EXCAVACIONES EN
NAVARRA.—VII.
LA ”VILLA” ROMANA
DELIEDENA, I
por Blas Taracena
Aguirre, en “Príncipe Viana”, n.º
37, págs. 353-382. 5 figs. y 3 fotografías. Pamplona, 1949.
Apoyado en ricas fuentes
bibliográficas el autor nos presenta una detallada e interesante visión del
problema agrícola romano en la Península Ibérica que sirve para mejor
comprender luego el mudo lenguaje de las ruinas de la “villa” de Liédena,
excavadas por la Institución ‘‘Principe de Viana” de Navarra, bajo la dirección
del Sr. Taracena, durante los años 1942 a 1947.
La cuidadosa remoción de
varios miles de metros cúbicos de tierras han dejado al descubierto variadas
construcciones de extensa planta y de distinta cronología que pueden ser fácilmente
visitadas pues se hallan al borde de la carretera Pamplona-Sangüesa frente al
acantilado terminal de la gigantesca foz del Irati.
El Sr. Taracena que
estima que las tierras medias vascónicas en las que se asienta la “villa” de
Liédena comenzaron a ser romanizadas en la segunda mitad del siglo I antes de
Cristo y que al no oponer resistencia a la conquista pasaron a ser retaguardia
en las guerras cántabras posteriores, nos dibuja un completo cuadro de las
labores de beneficio de cereales vid y olivo que debieron llevarse a cabo
principalmente en la “villa”.
Esta verosimilitud está
basada más en el estudio de materiales arqueológicos y de diversas dependencias
que en el hallazgo y examen de restos directos acreditativos.
La penuria de hallazgos
de restos óseos de animales fuerzan al autor a no poder establecer ni siquiera
un esbozo de la población ganadera de la “villa”.
Estudiando
acontecimientos históricos, invasiones germánicas principalmente, acaecidas en
aquellas lejanas épocas, se inclina el autor a señalar el año 280 como el de la
destrucción de la primera “villa de Liédena y el
año 450 aproximadamente
como el del abandono de la segunda.
J. E.
La villa romana
de Liédena
Blas Taracena
Aguirre
La suerte nos ha
deparado la ocasión de excavar totalmente las ruinas de la villa romana
de la Foz de Lumbier, en el término municipal de Liédena (Navarra), la primera
que en España se ha descubierto por completo al menos en los edificios que
forman la residencia dominical y sus dependencias inmediatas y en aquellos
restos próximos que nos fué posible localizar. Con su distribución más o menos
personal, su mayor o menor modestia arquitectónica, y los hallazgos poco
numerosos que en ella se han logrado, va a ser Liédena la primera villa romana
que en España se publica completa. Este logro se debe a la Institución Príncipe
de Viana que antepuso el interés científico de averiguar cómo se vivía en el
campo español en tiempos del Imperio, al puramente momentáneo de ampliar
cortamente el descubrimiento de un hallazgo casual, o al también frecuente de
explotar ruinas sólo para enriquecer Museos y que en estas residencias
campesinas muere tan pronto ha sido descubierta la parte dominical de la
vivienda y agotado el hallazgo de mosaicos.
La villa de
Liédena, una de las veintitantas donde en la España se han hecho trabajos de
excavación, es claro ejemplo de los elementos que integraron una residencia
señorial del Bajo Imperio en el campo español, de la vida de estas unidades
agrarias de economía casi completa, donde un gran propietario rural, una de
aquellos «poderosos» (viri potentes), se alejó de las pequeñas e
incómodas ciudades para vivir la absoluta autonomía de sus plenos derechos
dominicales, ya un poco al margen de la vida estatal y también de las
inquietudes de años amenazados por las terribles devastaciones germánicas. Pero
no es mas que un ejemplo, pues la libertad y el practicismo de la arquitectura
campesina hacen que sólo en líneas muy generales se sigan tipos teóricamente
definidos, y ejemplo donde no se han logrado, como desgraciadamente en tantos
otros, resolver numerosos problemas, principalmente los del fundus mismo,
de la finca habitada por esta villa.
Las extensas
ruinas (76x168 m.) puestas al descubierto desde 1942 a 1947 con el movimiento
de varios miles de metros cúbicos de tierra son, como toda la arquitectura
doméstica, de materiales pobres que estuvieron disimulados bajo ricos ornatos,
y para evitar su rápida desaparición en este lugar de duro invierno, hemos
procedido a consolidar los restos, tanto más necesitados cuanto más destruidos.
Para ello se han desmontado en los muros las dos hiladas más altas y se han
recibido con cemento; se ha rehecho el tramo superior de alguno que obraba en
función de terraplén, marcando la diferencia de lo nuevo al retrasar su
paramento dos o tres centímetros; cuando sólo quedaban los amorfos cimientos,
conservándoles también cogidos con cemento; y los muros de cimentación más
superficial han sido calzados por puntos más anchos. Con ello hemos pretendido
conservar un cierto tiempo estas ruinas que por su bello emplazamiento frente
al gigantesco tajo que el Irati corta en la montaña y por estar tangentes a la
carretera Pamplona-Sangüesa, pueden ser cómodamente visitadas por quienes
sientan curiosidad hacia nuestro pasado remoto.
CAPITULO I
I. La propiedad
territorial y la agricultura en el Alto Imperio.—II. Principales
productos del territorio de los vascones: cereales, olivos, viñedos,
etc.; la
ganadería.—III.
El campo vascón desde las invasiones germánicas de la segunda mitad del siglo
III hasta la caída del imperio.
I
Creemos
conveniente, antes de pasar a describir las ruinas descubiertas en Liédena,
dirigir una mirada al campo español y su agricultura durante el Imperio, para
mejor comprender el destino de estas dependencias, su razón económica y social,
la importancia de la villa y las vicisitudes de su historia, aunque de
ese ambiente social y económico del campo español en los siglos que estuvo
habitada, mejor se puede formar idea por el resto del mundo occidental,
sometido a una legislación común aunque con modalidades étnicas y geográficas,
que por los poco expresivos estudios peninsulares hasta ahora realizados.
Los siglos de
paz del Alto Imperio son aquí de florecimiento agrícola sobre la base de
grandes propietarios absentistas y los del Bajo Imperio, cuando España era
retaguardia de la frontera occidental con el mundo germánico, los de
explotación directa del suelo por los dueños que habitan en suntuosas villae
campesinas.
Como tierra
conquistada, el campo español debió pasar a formar paite del ager publicas romano
sin conservar la división territorial ni la propiedad particular indígenas; y
mientras en otras provincias, como la Galia, los contornos tribales fueron
después los de la civitas romana y más o menos se han conservado en las
actuales «comunas», en nuestra Península, donde la invasión árabe y después la
Reconquista crearon un nuevo estado de cosas, salvo en lo poco que es posible
adivinar a través de la más antigua división eclesiástica, resulta sobremanera difícil
investigar la demarcación de cada ciudad y más aún la extensión de los fundi
originarios. A esta dificultad viene a sumarse, por nuestra accidentada
topografía, la carencia de huellas de caminos rurales que pudieron ser itinera
privata y que por su paralelismo y perpendicularidad a las grandes vías,
dejan en Inglaterra o en el Rin adivinar la división del campo hastaen aquellas
parcelas reglamentarias de asentamientos, de 710 m. de lado en cuadro (200 jugera,
es decir unas 50 hectáreas) denominadas «centurias» (1) y capaces para
sostener tres familias de veteranos, ni otras de mayor extensión como las que excepcionalmente
se concedían en Bética y Lusitania a los colonizadores itálicos y más aún
cuando entre los vascones, de tardía cristianización, no se puede utilizar la
noticia frecuente en otras regiones de que la iglesia parroquial sea
continuación de la villa y su área territorial la del antiguo fundus.
En estas tierras medias de los vascones el comienzo de la romanización debe
corresponder a la segunda mitad del siglo I a. de J. C, pues gentes que no
opusieron resistencia a la conquista y donde el año 75 Pompeyo pudo penetrar
sin dificultades y establecerse en la que luego fué Pamplona, y pueblos que no actuaron
en la guerra cántabra sino como base de la retaguardia romana, recibirían por
parte de Roma una benévola política de agradecimiento. Sobre esas bases quizá,
como se hacía en otros países, las tierras serían devueltas a la nobleza
indígena aunque no en propiedad (dominium) sino en arrendamiento, pero
hoy es imposible aventurar opinión del estado del país en los años que median
desde el comienzo de la infiltración romana hasta el del Imperio (27 a. de J.
C.) o el fin de la guerra cántabra (19 a. de Jesucristo).
En el Alto
Imperio tanto las tierras «del pueblo romano» y «del fisco» como las del
patrimonio del Emperador estaban administradas por «procuradores» que
entregaban parcelas en arrendamiento a «conductores» y estos a su vez las
distribuían entre colonos, que pagaban con una parte de la cosecha y pesada
prestación personal para trabajar en los terrenos dominicales de cultivo
directo.
Había también
grandes propiedades particulares, en su mayor parte originadas por liberalidad
imperial, o en la compra de terrenos a las colonias de veteranos que siempre
eran de efímera vida y en la apropiación del saltus (bosque) propio del
Estado y fuera del territorio de las ciudades, ambición de tierra (la cupido
agros continuandi que dice Livio) motivada por la inseguridad de la moneda.
Estas se inscribían en el catastro con el nombre de su dueño en el momento de
la declaración (professio) y que en adelante y a los efectos fiscales
continuaron con igual denominación y extensión aunque después se parcelasen o
dividieran por enajenación o herencia; esta inscripción en el catastro (comenzado
por Augusto y que debió terminarse a principios del siglo II) ha dejado huella
en los topónimos con el sufijo -ena, de que en Navarra conocemos hoy. entre
otros, este Liédena (de Ladienus), pero aunque el nombre del primer
propietario conocido sea latino no se le debe creer siempre de origen romano o
itálico, pues fué muestra frecuente del afecto hacia Roma que los inaígenas (y
en Vasconia abundarían) adoptaran el nomen, el gentilicio o el cognomen romano.
En Occidente fué
habitual que en las grandes fincas el propietario cultivase directamente una
tercera o una cuarta parte de los terrenos y el resto lo distribuyese por
parcelas en colonato y ello y la
«enfiteusis», la cesión gratuita a particulares y por diez años de terrenos
incultos del Emperador con la obligación de roturarles, el premio de que
pudieran pasar en posesión a perpetuidad con el abono de un pequeño canon y el
castigo de perderles si se dejaban de cultivar dos años consecutivos, trajo consigo
la media y pequeña propiedad y el gran desarrollo de la agricultura.
En el Alto
Imperio la parte de tierra arable y los prados y viñas se llamaban dominica,
la casa de la explotación agrícola mansus (de ello «masía» en
Cataluña, mais en el S. de Francia y meise en N.) y ios grandes
depósitos de trigo granica («granja »), términos estos dos últimos que
acabaron por emplearse para designar toda la finca.
A lo largo del
Imperio, aunque modificado en los últimos siglos, tuvo singular importancia
social el colonato. El dueño del terreno explotaba solo directamente la porción
de la finca llamada indominicatum y el resto lo entregaba a colonos en
parcelas de diferente extensión según la calidad de la tierra, pero en todo
caso parcelas de renta aproximada igual y de extensión suficiente para sostener
una familia, recibiendo en pago, como ya se ha dicho, la renta en dinero o en
especie (el tercio o el cuarto del producto) y la prestación personal del
colono (corvea) para sus cultivos propios. Los colonos (ya todos del
derecho latino concedido por Vespasiano desde el año 73-74) habían también de pagar
al propietario el impuesto personal por familia (capitatio) que este
tenía obligación de adelantar al fisco, y que en el Bajo Imperio se calcula en
unos 7 sueldos de oro (105 fr. oro). La disminución del número de esclavos en
el Imperio por haber casi terminado las conquistas y la mala calidad de su
trabajo (que hacen que Plinio aconseje no emplearles sino en último extremo)
disminuyó el cultivo directo y aumentó la explotación en colonato y por tanto a
estos efectos la parcelación de la tierra aunque perteneciera a un solo
propietario. Aunque en el siglo II y en el aspecto del capitalismo territorial
crece el latifundio (las más de las veces no propiedad compacta sino suma de diversos
fundi en una sola mano) no debió ocurrir así con la explotación directa
y de ello parece ejemplo la villa de Liédena (la inferior aún más que la
superior) de extensa construcción,
pero no de gran
volumen de instrustrias agrícolas.
La extensión que
tendrían los fundi, aunque Catón y Varrón hablan de 100, 200 y aun 300 jugera,
y la de cada parcela en colonato resultan difíciles de fijar y además
debieron cambiar mucho del Alto al Bajo Imperio. Aquellas inmensas propiedades
de Italia donde según Fustel de Coulanges podía haber toda clase de tierras de
labor, prados y bosques, donde Domitius Ahenobarbus o Pompeius podían formar
con sus esclavos y colonos ejércitos de miles de nombres, o aquellas de tiempos
de Nerón en que la mitad de la provincia que constituía el África proconsular
perteneciera sólo a seis propietarios, no parece lógico suponerlas de la
Península a no ser en la Bética, pero en modo alguno en las regiones menos
fértiles del centro o en los vascones, donde la tierra necesita para los
cultivos mayor esfuerzo humano y donde hoy tampoco es tradicional la gran
propiedad (2).
Ninguna alusión
clásica podemos recordar de grandes latifundios nórdicos ni de la región
central a cuyos campos Marcial alude con frecuencia y de otra parte las villae
que personalmente conocemos en el centro y N. de España, ni son muy grandes
en el conjunto de edificios, ni en sus terrenos inmediatos se advierte la
presencia de ruinas que pudieron ser ampliación para servicios agrícolas (3).
En cuanto al tamaño de las parcelas en colonato ( y cada colono podía tener
solamente una parcela) debían constar principalmente de terreno arable y su
extensión total, de modo muy inseguro, podría suponerse bastante mayor que las
parcelas de asentamientos legionarios (4).
El mundo helenístico
introdujo en la agricultura romana métodos científicos que importaron a España
no sólo los veteranos legionarios sino la gran masa de negociantes venidos
desde el siglo I a. de J. C. al calor de las compañías arrendatarias de impuestos
y los emigrados a causa de las guerras civiles, que no eran simples aventureros
sino también terratenientes y negociantes.
El cotejo entre
el molino de mano y el arado indígenas de los últimos tiempos con el romano de
la primera época, el empleo de la azada, el del trillo (tribulum) de
origen oriental y el de cilindros dentados (plastellum punicum) empleados
en la España Citerior (Varron, I, LII), aunque también se trituraba la mies con
«perticas» o «fustes», la construcción de silos revestidos para el grano, la presencia
actual en las inmediaciones de la Foz de Lumbier de cigüeñales, para la
extracción del agua de los pozos, procedimiento igual al que llamaban los
latinos tolenno (5) y todo el completo adelanto instrumental, demuestran
el paso gigantesco que la agricultura dio bajo su dominio.
El cultivo
cerealista debía ser de año y vez (ager novalis) como aun se practica en
tantos lugares de España (6) y los regadíos parecen ser también novedad
implantada por ellos.
II
Aparte el trigo,
siempre en España abundante pues todo el Imperio fue provincia frumentaria (7),
las ruinas de la villa de Liédena hablan de la explotación del vino y el
aceite. Ya desde el año 154 o el 125 a de J. C. para que la creciente
agricultura itálica tuviera mercados de consumo y evitar competencias, el Senado
había prohibido en España la viticultura y olivicultura. Esta medida entonces
sólo afectaba a la Bética y la Tarraconense litoral, pero se repitió en las
ordenanzas de Domiciano que para intensificar la producción de trigo y defender
el mercado del vino de Italia mandó destruir la mitad de los viñedos del Imperio
y no plantar otros nuevos, pero esta disposición no debió ser cumplida, al
menos en el S. de la Península, ya que desde el 140 al 255 las ánforas béticas
del Monte Testaccio de Roma acreditan intensa exportación de vino y aceite,
aunque solo mucho después Probo autorizase la replantación de viñedo en España y
en otras provincias.
La propiedad del
campo en el siglo II, fecha a que parece pertenecer la villa inferior de
Liédena, debía estar en manos de dueños absentistas que vivirían en las
ciudades y visitarían sus latifundios contadas veces y el trabajo entregado a
colonos, y este fenómeno que se repite en todo el Imperio y motiva que hasta después
de los Antoninos no haya en general villae lujosas, parece aquí
confirmarse una vez más, pues en la inferior que hemos excavado no se halló el
menor rastro de mosaicos ni ornamentación lujosa.
No es posible
trazar el cuadro total de los cultivos que en los siglos imperiales se
practicarían en la villa de Liédena ni de los ganados que allí se
criaban, ya que no hay restos que los acrediten, pero al menos, a través de
ciertas dependencias y hallazgos, se puede afirman que entonces, como hoy, tuvo
mayor importancia la explotación de cereales, vides y olivos y quizá como hoy
fué el cultivo de mayor rendimiento económico la vid, después el cereal y por
último el olivo, que no pasa de cubrir las necesidades locales. De ellos haremos
algunas consideraciones que pueden esclarecer su importancia y el destino de
las dependencias descubiertas.
Cuando el
territorio de los vascones se incorpora al mundo romano, a mediados del siglo I
a. de J. C, la agricultura de los conquistadores estaba ya superando el período
formativo que transcurre entre la obra de Catón (153 a. de J. C.) y la de
Varrón (escrita el año 37 antes de la Era), donde se ven cristalizados los
conocimientos agronómicos de entonces. Su estabilización en Navarra corresponde
en cambio al período de florecimiento científico de la agricultura romana que
va desde Varrón a Columela (cuya obra se publicó el 65 de J. C), progreso que
hace notar Plinio el año 77. En adelante sus períodos de auge o decadencia obedecerán
más bien a causas sociales que técnicas.
Los cereales,
principalmente trigo y cebada, fueron explotados en la península desde remota
antigüedad. Los molinos de mano alargados movidos en avance y retroceso son
conocidos desde el Neolítico y posiblemente se usarían para cereales, en tipo
que perdura toda la Edad del Hierro I y aun parte de la II en las comarcas más
atrasadas. De tal utensilio se conocen en esta comarca numerosos ejemplares
circulares y de movimiento rotatorio anteriores a la conquista romana,
caracterizados por tener la piedra volandera (catillus) convexa en la
cara superior, así como ha sido frecuente en el centro de España el hallazgo de
granos de trigo de que para solo criar el de nuestras excavaciones señalaremos
el de la Edad dei Hierro I en Cortes (Navarra) y de la II en Calatañazor
(Soria) y Numancia. Entre otros destinos la cebada fué empleada por ios
celtíberos para fabricar su cerveza (caelia o cerea). La noticia de
Estrabon de que los habitantes del N. del Duero tres cuartas partes del año comen
pan de bellotas, no se refiere a que desconocieran el cereal en las zonas
montañosas, como hoy poco adecuadas a este cultivo, sino a escasez de
producción, y no fué por tanto el cereal introducido por los romanos en region
alguna de España, aunque intensificaran su cultivo al transformar nuestra
agricultura mejorando su técnica.
Los trabajos del
cultivo romano de cereales fueron muy semejantes a los nuestros actuales (8).
La limpieza de hierbas; tres labores de arado (que en España se harían con las
rejas de aletas que en varios lugares se
han hallado, o solo con la de triángulo alargado que conocemos de Castilla en
tiempo de Sertorio) hechas volviendo sobre el mismo surco pero en sentido opuesto
y las labranzas primero en sentido directo y luego transverso; el rastrillado,
con tracción animal, para romper las lomeras dejadas por el arado; la
sementera, cubriendo el grano con el rastrillo dentado o con una tabla unida al
arado; y la recolección, segando con hoz mediante cuadrillas ambulantes de
obreros libres.
El abono se
hacía con estiércol y su preparación, la disposición de los estercoleros y el
modo de emplearle, dan lugar a múltiples consejos en los tratados de Varron y
Columela.
De la producción
agrícola del territorio vascón y aún de toda la zona N. de España, menos fértil
y de romanización más tardía que la costa levantina y la Bética, apenas hay
noticias clásicas aunque son frecuentes para otros lugares de la Península.
Ya Polibio
(Ateneo 330) da respecto a Lusitania el precio del litro de trigo y de cebada a
mediados del siglo II a. de J. C, que venía a ser de 0'028 y 0'019 Pts. oro (9)
y por Apiano Alejandrino se sabe que en el siglo II a. de J. C, durante la
guerra numantina, las tierras de vacceos (Palencia) eran como hoy la zona más
productora de cereales del centro de España. En el s. I dice Estrabón que de la
Turdetania se hacían grandes exportaciones de trigo y que en cambio en
Cantabria era escaso y durante la guerra augustea tuvieron los romanos que
importarle de Aquitania. Mela habla de que Ebusus es fértil en granos y refiere
noticias fabulosas de la producción cerealista de Lusitania (10).
En adelante las
noticias más expresivas referentes al precio
de los cereales en el mundo romano, pero no concretamente en España, son
las que dan las tarifas máximas promulgadas el año 301 por Diocleciano en el Edictum
ad provinciales de pretiis rerum
venalium, con el que quiso regularizar la economía del Imperio pero donde
tropezó con la dificultad del que había en
los diferentes países y no logró que los géneros acudieran al mercado aun
castigando la ocultación con pena de muerte (11).
Los precios que
en este edicto figuran pueden servir al menospara formar idea de la cotización
deseada para los productos alimenticios y tipos de trabajo a comienzos del
siglo IV y por tanto contribuir a esclarecer el ambiente de la economía
campesina en que vivió la villa de Liédena.
Reducidos a
francos oro, el litro de trigo, de harina de mijo, de espelta mondada, de habas
desgranadas y de lentejas o guisantes, era 0'127 fr. (12); el de cebada, centeno,
habas o guisantes sin pelar, de 0'077 fr. (13); el de mijo y sorgo, 0'0(54 fr.
(14); el de espelta sin mondar y avena, 0'038 fr. (15); el kilo de carne de
cerdo, 0'82 fr. (16); el de buey o cabra, 0'54 fr. (17); el de tocino o foigrás
de cerdo, 1,08 fr. (18); una alcachofa, 0'045; un huevo, 0'0215; un melón,
0'045 y cien castañas u ocho dátiles, 0'09. También da el precio de los jornales
entre los que el de un obrero agrícola costaba 0'56 fr. (19), más alimentación
y vestido. Y de algunos de estos artículos también se conocen precios de fecha
más moderna (20).
Para conocer las
especies cultivadas en España es quizá entre los agrónomos latinos la fuente
más segura Columela, que aprendió la agricultura en la Bética. Dice que había
diversas especies de trigo, el robus, el de mejor peso y blancura, el sigilo
y el trimestre que se sembraba en primavera y al que ahora llamamos «tresmesino»,
tipo al que debe corresponder el celtibérico que hallamos en Catatañazor
(Soria) (21); el triticum era bueno para las tierras secas así como el sigilo
(triticum tribernum de Linneo) para las húmedas. Las tierras de trigo eran
«de año y vez» y durante el tiempo de descanso había que darles dos labores,
pero si se quería cultivo anual debería ser alternado con veza, habas o
altramuces. De semilla de triticum habría de arrojarse entre 140 y 175
litros por hectárea (4 a 5 modii por júgerum) y menos la de far,
y el tiempo a emplear en sus trabajos era, según Columela (XI, 2), para
cuatro o cinco modii de trigo cuatro días de labranza, uno para
rastrillar, dos para azadonar por vez primera, uno para la segunda, uno para
escardar y uno y media para sembrar, pudiendo esta última labor realizarse en
el otoño y con una pareja de bueyes en 150 modii diarios (1.312 litros).
De la cebada (hordeum)
cita Columela las variedades hexastichum o cautherinum
y distichum o galaticum. Según las tierras, la primera se sembraba
poco antes o después del equinoccio y la segunda en marzo o enero, ambas a
razón de 43 litros por yugada, cosechándose antes que ningún otro grano y aun
antes de su completa madurez, lo que permitía, suprimiendo el barbecho y
laboreando antes de los calores de estío, hacer en Celtiberia dos cosechas en
el mismo campo (Plinio, XVIII, 18). Para forraje se debería utilizar la primera
clase y con doble cantidad de simiente, que se tiraría en el equinoccio
de otoño y antes de las lluvias, pues nacía rápidamente y podía resistir el
invierno.
Los molinos de
trigo encontrados en Liédena y que más adelante describimos son tipos sencillos
que sólo acusan pequeñas modalidades locales.
Por razón de
suelo y clima, el cultivo de la vid debió tener entre los vascones mayor
importancia que el cereal y el olivo, pero tampoco se conocen de él noticias
regionales clásicas ni hasta ahora hay otro indicio que la frecuente
representación de racimos en las estelas funerarias navarras y alavesas,
principalmente en las inmediaciones del valle de Lana, y estas primeras ruinas
de lagar descubiertas en Liédena. Aunque esos racimos sean símbolo religioso,
sin duda también constituyen alusión a frutos regionales.
La viticultura
era antiquísima en Italia y el mundo mediterráneo donde, desde tiempos remotos,
se practicaba la ceremonia religiosa del comienzo de la vendimia y estaba tan desarrollada
que Polibio (22) cuenta el empleo inadecuado que Aníbal hizo del abundante vino
itálico. Las etapas de su desarrollo en Italia fueron, según Billiard (23), una
de predominio del vino griego hasta la conquista de Grecia el año 146, otra de desarrollo
hasta tiempos de Varrón (37 a. de J. C), otra decadente pero muy pasajera, que
alcanza hasta Columela (65 de JC) y otra de superproducción, que trató de
remediar Domiciano con su edicto del año 92, el que prohibía plantar nuevas viñas
y ordenaba destruir la mitad de las que existían. En tiempos de Catón la
viticultura era aun primitiva y el cita sólo nueve tipos de viñas, con
rendimiento en algunas zonas itálicas de 200 hectolitros por hectárea; Varrón
enumera más especies y eleva el rendimiento a 300 hectolitros; Columela da
noticia de una propiedad de 800 plantas que en dos años dió 36 hectolitros y
Plinio cita 91 clases de vinos (24). Según Columela, el rendimiento económico
del viñedo podría calcularse en el 6 al 7 % y juzga que la viña debería cortarse
si no producía el equivalente a 60 hectolitros por hectárea (25). Hoy en
Navarra la cosecha media es de 16 a 17 hectolitros por hectárea.
Su cultivo en
España debe ser muy antiguo y el consumo indígena de cerveza (celia o cerea)
en las zonas central y nórdica a que aluden repetidamente los escritores
republicanos y del Alto Imperio tampoco representa allí desconocimiento del vino sino imposibilidad de producirle en esos
territorios. Ya, tomándolo de fuente del siglo V antes de J. C, el periplo de Avieno
(26) cita la región de Tiricas (Tortosa) como rica por sus vides y
ganados, vides que acaso llevaran los comerciantes foceos. Muchas monedas de la
Bética, de Accinippo, Olontigi, Osset, etc., tienen racimos como símbolo
heráldico y una ciudad bética se llama Castra Vinaria. En el siglo I
Estrabón habla de la abundancia de vino en Turdetania y la gran exportación del
vino bético. Plinio, que diferencia en la uva coccolobis los tipos de
granos alargados y redondos y dice que estos últimos producen un vino abundante
y enemigo ae la cabeza, cita los magníficos vinos de la Bética, los excelentes
laletanos o lacetanos (27) del Norte de Cataluña, los muy finos de Tarragona (que
también cita Floro), los de Lauro, que igualmente aparecen citados en
una lápida (28) y los baleáricos (29), éstos comparables a los mejores de
Italia. Silio Itálico se refiere también a los de Nebrissa, que acaso
sean los de Jerez, ciudad «fiel al culto de Baco» y a donde más tarde se
importaron las cepas de Falerno (30), los de Tarraco, «rica en vides»,
que no ceden sino ante los del Lacio y habla de los viñedos entre Tajo y
Duero. Marcial
elogia los de Tarragona, que compiten con los de Toscana y sólo son inferiores
a los campanienses y habla con cierto menosprecio de los laletanos, negros y
turbios. El vinum gaditanum que se lee en un ánfora del año 31 antes de
J. C. (31),acaso recibió el nombre del puerto de embarque como hoy el Burdeos o
el Oporto y acaso se refiere al cálido vino de Montilla.
De la Lusitania
y de mediados del siglo II antes de J. C. se ha conservado en Polibio la
noticia del precio equivalente a 0'024 ptas. oro el litro, que ya hemos citado,
y por Estrabón se sabe que esa tierra era pobre en vinos aunque cita vides y
olivosen una isla del estuario del Tajo. Pero con los escritores del siglo I
acaban las alabanzas y noticias del vino español y enadelante sólo en alguno
del siglo III, como Solino, podrá encontrarse alusión a su abundancia en
nuestro suelo.
La extensión del
viñedo en los fundí no debió ser muy grande, pues Catón y Varrón hacen
cálculos de su economía partiendo de una viña de cien júgera (25
hectáreas) y al final del Imperio Ausonio refiere que su finca (de tipo medio,
como la de un decurión o senador municipal, dice Jullian) tenía 700 júgera de
bosque, 200 de sembradura, 100 de viña y 50 de prados.
El variable
rendimiento de la vid se calculaba que de promedio era unos 10 cullei por
júgerum (208 hectolitros por hectárea) y Columela (III, 3 y III, 9) cita
el de 39 a 45 litros por cepa y su valor en el mercado romano se conoce en
diferentes fechas; era el año 250 antes de J. C. de 0'03 fr. oro el litro (32),
poco distinto al de Lusitania en fecha algo más reciente; el 88 antes de J. C.
valía 0'0165 fr. (33); por Columela se sabe que en el siglo I el precio medio
del vino nuevo era 0'153 fr. (34) y por Marcial (35), sin duda refiriéndose a
calidades distintas, el de 0'051, pero en comienzos de! siglo IV el edicto de
Diocleciano le tarifa como precios máximos (36) los de 1'37 y 0'32 fr. el litro
y el año 367 costaba el litro 0'80 fr. (37).
Su consumo en
tiempo del Imperio, el de uso más frecuente, es muy conocido; en general se
tomaba mezclado con agua y sólo desde Claudio se consumía antes de las comidas.
Se tomaban también mostos concentrados por ebullición (defrutum, caroenum,
sapa), otras veces vino natural aromatizado (vina ficticia), otras
revistiendo el recipiente con resina o pez de la que el vino tomaba cierto
sabor (vina resinata, vina picata) y otras se mezclaba con miel para
tomarle como entremés (muslum).
Los racimos
vendimiados se transportaban en cubas al torcular, donde se exprimían
dejando caer el jugo en el lacus que después era llevado a los dolia donde
se producía la fermentación y a veces para apresurar la manufactura se le ponía al sol o se le ahumaba en locales especiales (fumarium),
que le impregnaba un desagradable sabor a humo. El transporte se hacía en
odres (culleus, uter) donde parece que mejoraba la calidad, o en
ánforas, o en dolia de barro, o en toneles de madera (cupa), y la
conservación era en ánforas o tinajas untadas interiormente con pez para darles
impermeabilidad, pez que en España se sacaba del pino silvestre (38) y que
formando líneas enterradas o superficiales se colocaban en los almacenes, dando
lugar a los diferentes tipos y denominaciones de vinum amphorarium y vinum
dolarium. En Liédena se han hallado abundantes restos de tinajas y
escasísimos de ánforas, lo que hace pensar si este vino fué solamente de
consumo local.
Un fresco de la casa de los Vettii, varios relieves sepulcrales (39), las descripciones de Catón, Columela, Plinio, etc., las ruinas de ciertas granjas y el mosaico de Saint-Romain-en-Gal, permiten imaginar el dispositivo del pisado de la uva, que Billiard resume en su importante estudio (40). Estaba formadopor un pilón rectangular de fábrica, de reducido tamaño y en general poco elevado del suelo, que tendría menos de 40 cms. De profundidad interior y que alguna vez rebasaba al exterior ia altura de un metro, como puede apreciarse en dibujos de Reinach (41), donde se ven hombres semidesnudos enlazados por el hombro y apoyados en un soporte para no perder el equilibrio, que pisan rítmicamente la uva al son de una flauta, o tres también enlazados y cuyo pisado vierte el líquido por varios caños desde el pilón a los vasos preparados para recogerle (Fig. 1 y 2). Pero el sistema que acusan las ruinas de Liédena, según amablemente nos ha hecho notar el Ingeniero D. Francisco Uranga, debía ser diferente y como el que en Navarra se ha venido practicando hasta hace poco tiempo, dejando que en el pilón, a donde pasa el mosto desde el lago, se verifique la fermentación tumultuosa y realizando la fermentación lenta en las grandes tinajas que en la villa hemos encontrado, algunas todavía con huella de la pez del revestido interior.
Una vez pisada
la uva se llevaban los cestos a la prensa (torcular) que Catón describe
y referiremos después al tratar del aceite (42) y en cuyo pilón se depositaban,
atados para que no estallasen y colocados bajo una tabla circular que hacía
presión uniforme y desde donde el líquido escurría por el suelo de hormigón
hasta las tinajas o cisternas. El departamento consistía en una línea de tres
habitaciones de suelo hormigonado, algo más baja la central, donde estaban
soterrados los dolia o emplazadas las cisternas que habían de recoger el
jugo, y las laterales, donde un poco más elevadas estaban las prensas.
Ls cepas, en
gran parte de Italia y quizá también en alguna de España, según Columela, se
apoyaban en una estaca, o en dos palos verticales y otro cruzado en dintel o en
cuatro verticales por arriba unidos con tirantes horizontales.
El olivo salvaje
(oleaster), de frutos pequeños y amargos, ya existía en la Península en
tiempos prehistóricos, pues hojas de esta planta se han hallado en El Garcel
(Almería) (43) y en terrenos eocenos se ha encontrado en Aix (Francia) y en pliocenos
en Mongardino, cerca de Bolonia (Italia).
Pero el cultivado
(olea europea de Linneo), originario de Siria, de donde pronto pasó a
Egipto, Grecia, Cerdeña y Sicilia, debieron introducirle en España por
diferentes caminos púnicos y griegos.
Plinio refiere
que en tiempo de Tarquino Prisco (616-578) todavía no era aquí conocido. En el
siglo IV antes de J. C, Timeo llama a Gades, en griego, Conitusa, sin
duda por los olivos silvestres (acebuche) que allí crecen, pero dice también
que los primeros fenicios que llegaron a Tartessos llevaron y establecieron en
él aceite y otras mercancías que debían ser allí desconocidas, mientras en la
costa levantina y en lugares a donde los fenicios no llegaron debió ser de
importación focense, pues los griegos cultivaron el olivo antes que los
púnicos, que no lo explotaron en Cartago hasta el siglo VI antes de J. C. El
Periplo de Avieno (44), acaso en el año 530 antes de J. C, cita en la Albufera
de Valencia una islita consagrada a Minerva y fértil en olivos y también (45)
el Oleum flumen, isla y río que según Schulten acaso fueron la isla del
Palmar y el Ebro. Y Plinio, atribuyéndolo a Fenestella, dice que en tiempo de
Tarquino Prisco no había olivos en Italia, España y África, pero que en su
tiempo ya había pasado más allá de los Alpes, a la Galia y al centro de España.
Los escritores
del siglo I elogian repetidas veces el aceite peninsular que, como en todo el
mundo romano, se emplearía tanto para alimento (46) como para alumbrado y muy
señaladamente en el cuidado corporal en termas y palestras, según demuestra la
frase de Plinio (47) «duo sunt licuores corporibus humanis gratissimi, intus
vini, foris olei...» y aun en fines industriales como para hacer más
ligeros y asegurar la conservación de ciertos tejidos.
Estrabón dice
que en Turdetania no se produce mucho aceite pero que es de excelente calidad;
que hay mucho en la costa mediterránea y que se hace gran exportación del
aceite bético.
Plinio manifista
que el aceite bético rivaliza con el de Istria y sólo cede ante los italianos;
habla de las olivas emeritenses, dulces y excelentes para comerlas secas, y
manifiesta que el olivo se cultiva hasta en el interior de España (48). Apiano
Alejandrino (49) dice que Viriato, después de cruzar el Tajo, se estableció en
un monte de olivos llamado «de Afrodita». Mela cita en Cádiz un soto llamado Oleastrum.
Silio Itálico habla también de los olivares del Betis y de su cultivo entre
Tajo y Duero.
Y Marcial elogia
el aceite de Córdoba que no es inferior al de Istria y los olivares héticos y
tartéssicos, pero ninguno de estos autores más expresivos hace referencia a su
cultivo en la margen
izquierda del
Ebro medio, de la que dan pocas noticias.
También con
ellos se acaban tales referencias y sólo en el siglo III se halla alguna en
Solino referente a su abundancia en España y en la segunda mitad del siglo IV
en la «Expositio totius mundi et gentium», que habla de la gran
exportación de aceite hispánico.
De su cultivo
dan profusas explicaciones Catón y Columela, el primero cotizándole en cuarto
lugar entre los frutos más remuneradores y haciendo notar que para alimentar
dos o tres prensas hay que explotar unas 240 jugera (58 hectáreas) y Columela creyéndole,
aun siendo fruto de año y vez, el cultivo
más útil y merecedor de sustituir al del trigo, aunque posiblemente se
refiriese al aceite bético ue conoció directamente.
La plantación se
hacía a 18 x 12 m. unos árboles de otros si el terreno era bueno y a 18 x 7'50
m. si era flojo, pero Catón aconsejaba sólo 9 m. de una planta a otra y decía
que 60 hectáreas de olivos necesitaban para el cultivo 13 personas, 3 yuntas de
bueyes, 3 borricos para el transporte y 100 ovejas.
Su calidad y
precio, en gran parte en función del grado de madurez de la aceituna y de que
procediera del primer y mejor prensado o del segundo o tercero, motivó su
clasificación en oleum acerbum, hecho con olivas todavía verdes y el
mejor y menos abundante, maturum, que se hacía con frutos ya avanzados en
madurez y, el peor, el cibarium u ordinarium, con los prensados o
caídos del árbol.
En el mundo
romano tuvo mayor fama el aceite italiano de Venafro, al que seguían los de
Istria y Bética y después, el más ordinario, de África. Su cultivo, como el del
vino, fué creciendoa costa de la producción de cereales hasta crear el
desastroso desequilibrio de que habla el Apocalipsis de San Juan (que se refiere
a un período de hambre en Asia Menor), pero la inevitable reacción hizo que en
el siglo II de J. C, Italia lo importase de África y España, aquí
principalmente de Itálica, Sagunto, Astigi y Córdoba, según demuestran
las marcas de las ánforas del Monte Testaccio. Su precio en Roma fué variando
desde 0'025 fr. oro el klg. el año 240 antes de J. C. (50), a 0'016 ir. entre
los años 74-68 (51) y entre 1'64 y 1 fr. el litro, según la calidad, a
principios del siglo IV, según las tarifas de Diocleciano (52), y en el año 389
a 0'58 fr. el kilo (53), es decir, que entre los últimos tiempos de la
República y comienzos del siglo IV el aceite había aumentado de precio unas
setenta veces y el vino unas sesenta. En ello influirían tanto la extensión y
calidad de los cultivos, como el descenso del poder adquisitivo de la moneda y
lo que se repartía como abastecimiento al pueblo.
Según Catón,
cada prensa de tamaño normal exprimía de 100 a 160 modios (entre 875 y 1.400
litros) por vez (54) y los trujales deberían componerse de un molino y dos
prensas, a causa del mayor rendimiento de aquél, disposición que parece ser la
que hemos empezado a descubrir en Lumbier, aunque les hubiera también mayores.
La manipulación
del aceite imponía eliminar el hueso que le daría gusto áspero y comenzaba por
tanto con la desagregación de la pulpa hecha en el trapeum con un molino
(mortarium o mola olearia) en cuya concavidad y unidas por un eje
horizontal que apoyaba en pibote central giraban verticalmente una o dos
piedras hemisféricas; en él se obtenía la amurca, el principio amargo que se
usaba principalmente para engrase. Desde allí la pulpa pasaba a la prensa (torcularium),
donde se sometía a fuerte presión, prensa que, como en la manipulación del
vino, se hallaba en una línea de tres
habitaciones que tenían en lacentral (forum) el molino y en sus ángulos
las tinajas soterradas que recibían el líquido y unos soportes en alto para los
vasos en que se llevaría el aceite a las bodegas y a los lados de la habitación
otras dos algo más elevadas (lacus) y también de suelo hormigonado donde
estaban las prensas (Fig. 3).
Estas, de
dispositivo semejante a las de vino, consistían en un pie derecho vertical (arbor)
que servía de apoyo a otro horizontal y movible (prelum), que había
de verificar la presión sobre los cestos colocados en un pilón que recogería el
jugo; esta viga tenía en el extremo libre una cuerda que iba a enlazar a un
travesano horizontal (súcula) sostenido entre dos pies verticales (stipites)
y esa cuerda, al arrollarse a la súcula, graduaba la presión del pie
horizontal. La diferencia que se apreciaentre las prensas del aceite y el vino
consiste en que aquéllas profundizaban en el suelo sus stipites y arbor
y les unían por debajo mediante vigas transversales situadas en una pequeña
cámara subterránea a la que se bajaba por una escalera.
La prensa, que en su origen sólo
fué una piedra pesada que se colocaba sobre los cestos de la pulpa (fiscina)
cubiertos con una plancha circular (orbis olearius) y de cuyos tipos
indígenas nos han quedado curiosos y rústicos ejemplos ibero-romanos en Minateda
(Albacete) y Santa Cruz de Maya (Cuenca), luego se transformó en el tipo del torcularium
descrito y que principalmente ha sido comentado por Schneider (55) y
Blümmel (56), pero ya mucho antes de Plinio la polea que movía la viga
horizontal de presión se sustituyó por una cochlea (Fig. 4) y hacia mitad
del siglo I de J. C, aunque el antiguo torcular siguió en uso, se creó
un nuevo tipo donde la viga horizontal de presión se cambió por maderas también
horizontales actuadas en el centro,que se apoyaba en un pie vertical (malus)
y ejercía la presión sobre la pulpa. De estas prensas movidas con árbol
funicular (pressorium) iguales a las del vino o las del planchado de ropas
en la fullónica (57), parece que no se han hallado ejemplares.
Y también hubo
otro sistema de prensa más modesto, que se ve en una pintura de Herculano y en
otra de la casa de los Vettii, en Pompeya, consistente en una base prismática
de fábrica y encima una armadura vertical y prismática de madera donde la
presión se ejerce por el peso de la plancha aumentado con andanas de tabla
donde se meten a golpes de mazo cuñas de madera (Fig. 5). Como más adelante
veremos, las prensas de Liédenay Lumbier deben corresponder al tipo de pie
vertical, ya sin prelum, originado
en el siglo I de J. C.
Los romanos
obtuvieron, mediante injertos, la mayor variedad de árboles frutales. A final
del siglo I de J. C. conocían seis clases de membrillos, otras seis de
melocotón, que era entre ellos la fruta más preciada, muchas de ciruelas rojas,
cerúleas o negras y entre las rojas, las especies llamadas malina y amygdalina,
que Plinio dice haber descubierto en Granada; más de cuarenta clases de
peras, en las que gozaba de gran fama la especie numantina; otras muchas de
higos, que empleaban con profusión en la alimentación de los esclavos; otras de
cerezas, que no se importaron a Roma hasta el año 73 antes de J. C, pero se
difundieron muy pronto hasta Britania y en las que tenían gran fama las de
Lusitania; y nísperos, brevas, nueces, moras, castañas, etc.
En los cultivos
de huerta eran más importantes las cebollas, ajos, alcachofas, repollos y
alguna cucurbitácea. Producían también guisantes, lentejas, remolacha, habas,
panizo, sésamo, lupo, garbanzos, lino, cáñamo y seguramente nabos y mijo, pues en
Cortes de Navarra y de siglos hallstatticos hemos hallado gran cantidad de
estas semillas. Mielgas, heno, algarroba y almorta para piensos de animales. Y
el arroz, hoy tan difundido en España, venía de la India y sólo se empleaba
para fabricar una bebida (oryza), según el decir de Plinio.
El ganado tuvo
entre los romanos menos importancia que los cultivos. La carne de buey era poco
apreciada y las vacas se utilizaban más para labor que para leche. Cuidaban la
selección del ganado pero atendían poco los establos y se ve a sus tratadistas
más doctos en agricultura que en ganadería, aunque los campos de tierras poco
pobladas fuesen de economía mixta.
Bueyes y vacas
para el trabajo y pastando sueltos por montes y prados; corderos, cuyas lanas
más finas eran las de Salacia, del S. de Lusitania y las negras de Córdoba
(58), donde un morueco valía un talento (59) y de los que también Columeia dice
que estaban cruzados con ovejas tarentinas; cabras, que se criaban salvajes en
los páramos leoneses (60) y cuyos rebaños aconsejaba Varrón no pasaran de 50
cabezas; cerdos, de los que también Varrón cita un presente lusitano enviado a
Roma que medía desde la piel al hueso un pie y tres dedos (35 cm.), cuyas especies
cántabras elogian Varrón, Estrabón y Marcial, y de los que aparecen en las
tarifas de Diocleciano los jamones cerretanos (pernae cerratanae) y
cuyas salazones debían estar muy extendidas como parece acreditar el nombre de
Lardero en la Rioja; caballos, elogiados por Silio Itálico y Marcial y tan empleados
por el ejército romano; mulos, entre los que se elogian los de Celtiberia;
asnos, gallinas, palomas, ánades, ocas, pavos, etc.; animales salvajes como
ciervos (cacería del mosaico de Arguedas), jabalíes, perdices, patos y sobre
todo conejos (la «cuniculosa» Iberia); abejas, de cuya explotación
bética de cera y miel hablan Varrón, Estrabón y Plinio. Posiblemente todas
estas especies completarían la economía de la villa de Liédena, pero la
escasez de textos clásicos acerca de los vascones y la penuria de hallazgos nos
fuerzan a dejarlo en hipótesis.
Menos aún podemos
decir de la ganadería trashumante, abundante aun en Navarra pero inadecuada en
esta zona. Originada en un estadio de cultura pastoril y propiedad comunal que
consiente cañadas y apostaderos, en el capítulo que Varrón le dedica se ve una
organización en todo igual a la que en España conserva, rebaño de 700 a 1.000
ovejas, ocho o diez pastores, un rabadán (magister pecorum) que sepa
leer, escribir y curar los ganados y una caballería para el transporte de todos
los enseres y las cuerdas para hacer los cercados, todo ello actuante mediante
el pago de un impuesto (scriptura censoria). No intervendrían en la
economía de la villa de Liédena, pero sin duda, como hoy, cruzarían el
agro sangüesino y en los turbios tiempos del Bajo Imperio, en que tantas
tierras quedaron abandonadas, sus pastores contribuirían, como dice Grenier
(61), a incrementar el bandolerismo de los campos, y por tanto de ese
desdichado saltus vasconum que dió lugar a las medidas coactivas que se
ven en el Codex Theodosianus y en la constitución especial dada por Honorio.
III
La historia de
la Hispania imperial está escindida en dos períodos por los
acontecimientos ocurridos en la segunda mitad del siglo III. La era de paz que
sólo con minúsculas interrupciones extrañas a la provincia duró en España casi
tres siglos, fué rudamente interrumpida en todo el Occidente por las invasiones
germánicas de los años 257 y 275 y aun cuando aquí los escritores clásicos,
Aurelio Víctor, Eutropio y Orosio, no citan como zona de su acción más que la
costa mediterránea y sólo al parecer hasta Denia, sin duda penetraron al
interior, pues lo demuestran nuestras excavaciones de Clunia (62), con
ruinas producidas poco después del 280 y ahora parece indicarlo la destrucción de
la primera villa de Liédena.
Desde el siglo I
los germanos habían estado contenidos en la orilla derecha del Rhin inferior
por las Legiones romanas, pero cuando Galieno hubo de marchar a Panonia y poco
antes o después de la sublevación de Postumo, los alamanes y francos, conglomerados
de diversas tribus, penetran el 257 en la Galia y pasan a España cometiendo
toda clase de saqueos y destrucciones.
Entonces
comienzan aquellos dieciséis años en que la Galia, Bretaña y España quedan
separadas de Roma y gobernadas por los que se han llamado Emperadores galos. Quizá
antes de marchar a Oriente ya lograría Galieno alguna victoria sobre estos
pueblos y sin duda no mucho después las alcanzaría Postumo, que acuñó monedas
llamándose «Restaurador de los galos», pero en fecha inmediata a su muerte (267-268)
debió sufrir la Galia nueva invasión y a la muerte de Aureliano (275) los
bárbaros ocuparon por completo las tres Galiás y quizá la Aquitania, desde
donde pudieron pasar a tierra de vascones. La fecha de la destrucción e
incendio de una parte de la primera villa de Liédena, acreditada por un
tesorillo de monedas en que la más moderna es de Quintilio y acuñada el año
270, permite pensar que como en anteriores invasiones europeas hacia España,
ahora también se utilizaron los pasos del Pirineo occidental y, aunque los
escritores antiguos no hablen de ello, los germanos del siglo III entrarían por
Roncesvalles, al menos hasta Liédena y Clunia.
Antes también y
lentamente, como trabajadores agrícolas e industriales, habían penetrado en Occidente
y ya formaban buena parte de los dediticios, los habitantes extranjeros
a quienes no alcanzaba el beneficio de la ciudadanía romana otorgada por la
Constitución de Caracalla del año 212. Probo recuperó lo perdido y se instaló
en el Rhin medio, mas en aquellos cortos años (quizá el 275-285 para esta parte
central de España y fecha un poco anterior para la costa mediterránea), las
destrucciones en Occidente fueron inmensas, los campos quedaron arrasados y tal
volumen alcanzó el estado de intranquilidad, que en adelante las ciudades serán
pequeñas y fortificadas, las villae reforzarán sus muros antes
indefensos y en todo el Occidente se establecerán colonias extranjeras de
campesinos
militarizados, con residencia por lo general en una granja, distribuidos para
proteger las vías estratégicas y a la vez trabajando en la agricultura, como en
la Galia los Letes, Gentiles y Sarmatas (63). De la ruina causada en España por
estas invasiones, dice en el siglo V Paulo Orosio que había «en medio de las
ruinas de grandes ciudades, grupos esparcidos de habitaciones miserables,
testigos de calamidades pasadas».
Pero después de
aquellos años el estado de intranquilidad no debió interrumpirse, pues así
parecen acreditarlo ciertas obras de robustecimiento de algún tramo de la villa
de Liédena hechas a principios del siglo IV y más tarde los datos que
proporciona la Notitia Dignitatum, escrita entre los años 379 y 408, relativas
a la distribución de tropas en el N. de España. Según ésta, en Veleia (Iruña,
Álava) residía un Tribuno de la primera cohorte Gallica, no sabemos si miliaria
o quingenaria y en Juliobriga (Retortillo, Santander) la cohorte
Celtíbera, que como las del SO. de la Galia debían estar emplazadascontra los
bandidos de las montañas vascas. Y además de estas tropas regulares sabemos por
Claudiano (64) y Sinesio (65) que los dueños de las grandes fincas de los
siglos finales del Imperio tenían soldados propios armados de arcos y flechas y
organizados bajo bandera o insignia privada (66), que eran tropas bárbaras con
las que luchaban contra los bandoleros o pactaban con ellos para el reparto del
botín. Es la época en que por todo el Occidente merodean en las campiñas bandas
de miserables y desesperados campesinos a los que llaman «bagaudas»
(bagabundos, en celta) y a los que se refiere la correspondencia cruzada entre
Ausonio y San Paulino de Nola a fines del siglo IV, donde se dice cómo los
bosques montañosos de los vascones y el nevado Pirineo estaban infestados de
bandidos, los que el 441 luchan en Huarte-Araquil y el 449 en Turiaso (Tarazona)
y posiblemente los que causan el abandono de la segunda villa de Liédena.
Fracasado el
intento de renacer político y económico del Imperio que Diocleciano y su hijo
adoptivo Maximiano Hércules intentaron con sus tarifas máximas del año 301 y
con las que sólo lograron la ocultación y el encarecimiento (lo mismo que
Juliano con las del año 362) (67), transcurre el siglo IV, en el que vive la villa
superior de Liédena, siglo de plena catástrofe económica, aumentada por el
feroz intervencionismo del Estado que pretendía paliarla. Es la época de la
«adscripción» forzosa al servicio, al oficio, al trabajo del campo, que trajo
consigo el régimen de castas y que alcanzaba desde las altas tareas
senatoriales (sobre todo después de la constitución política de Constantino, 314-315)
hasta los más humildes obreros de los collefia tenuiorum. La
«adscripción» que obliga al propietario rural a cultivar toda su tierra, buena
o mala, sin poder abandonarla y a sus herederos a seguir cultivándola a
perpetuidad; a los miembros de la curia a seguir perteneciendo a ella,
con prohibición de salir de los límites de su civitas; a los obreros
industriales a pertenecer a las asociaciones profesionales y a que sus hijos continuasen
en ellas; y a los colonos, de cuya capitació responde el dueño de la
tierra, a que por deudas con él queden adscritos al terreno, que no podrán
abandonar y donde sus hijos deben seguir «la peor situación del padre».
Aunque entonces
había prados y bosques comunales (compasena), la mayor parte de la
tierra era de propiedad individual y el campo estaba intensamente poblado pues
el malestar económico, aumentado por la dureza de los impuestos y corveas,
produjo la huida de la ciudad al campo, no sólo de artesanos y obreros, sino
también de las clases acomodadas, que vienen a constituir una aristocracia
rural (68). Es la época de mayor densidad de lujosas residencias campesinas,
nuevas villae o reconstrucción de las antiguas, que viven en economía
cerrada, fabricándose todo lo necesario para la agricultura y que, reconocida por
el Estado, gozan de la máxima autonomía, pues ni
los magistrados
ni la policía pueden entrar en ellas sin permiso del dueño ni aun para detener
un criminal o rescatar un esclava fugitivo, y en ciertas materias el amo hace
justicia a sus esclavos y colonos.
Y entonces
también la situación de la población campesina se agrava aún más con la precaria
que aniquila la pequeña propiedad que se había conservado hasta los albores
del siglo IV.
La plebe
rústica, que era libre ya sólo de nombre, para defenderse de la opresión fiscal y judicial, busca entre
los «poderosos» (potentiores, viri potentes, como les llaman las
Constituciones imperiales), es decir, entre la camarilla del Emperador y de sus
delegados en la provincia, quien pueda defenderles de la tiranía estatal y
crece hasta el infinito el patronato y la clientela donde para compensar el
servicio del patrono, que es generalmente un latifundista, el cliente le
entrega sus tierras simulando una venta y las recibe de nuevo «en precario», es
decir, en arrendamiento oneroso, en el que ya no tiene los derechos reconocidos
al colono y en el que ha de seguir a perpetuidad.
Aunque es cierto
que a lo largo del tiempo la precaria trajo consigo el beneficio de la
fórmula de propiedad censual, lo es también que en el siglo IV creó entre los
campesinos una clase todavía más desgraciada que la de los colonos.
Las
modificaciones que en la economía y el ambiente rural produjeron en el siglo V
las grandes invasiones germánicas, ya no afectaron a la villa de
Liédena, que debió ser entonces o poco antes abandonada y saqueada.
B. Taracena
Aguirre.
Notas:
(1) Varrón, De
Agricultura, Lib. I, X. Mommsen («Hermes, 1884) y Fustel de Coulanges («L'alleu...
pág. 26) dicen que las parcelas de asentamientos legionarios venían a ser en
tiempo de César 10 jugera (2'5 hectáreas) y continuaron siendo aproximadamente
del mismo tamaño en el de Augusto. Ello sin duda estaría en razón de la calidad
del terreno.
(2) En tiempo de
Augusto, en Italia constaba una propiedad media (la de Horacio en Sabina) de
viñedo, hortalizas, frutales y campos de trigo, que trabajaban ocho esclavos,
cinco parcelas entregadas a colonos y praderas y bosques con bastante ganado.
Grenier en estudio hecho sobre la base de Catón y Columela y en relación con
las «comunas» actuales, calcula para la Galia en una 1.000 hectáreas el tamaño medio
de un fundus y que como mano de obra necesitaría 5 ó 6 hombres para 5
hectáreas de olivar, 16 para las mismas de viña y 5 y una pareja de bueyes para
las de cereal y unos 10 hombres de promedio para cada 25 hectáreas restantes,
es decir, unas 400 personas para una finca de 3 ó 4 klms. de lado. Catón «De
Agr.» 11 y sig. yVarrón «Re rust.» I, 19, dan a entender que se
necesitaban 60 esclavos para 100 hectáreasde viña.
(3) En el siglo
IV queda noticia en la Galia del tamaño de la finca que Ausonio llama su herediolum,
260 hectáreas formadas por 50 de labor, 25 de viñedos, 13 de pastos y 172
de bosque, capaz para unas 30 familias, dice Jullian. Pero junto a esta de tipo
medio y otras como la de Paulino de Pella (Eucharísticas 525 y sig.) cerca de
Maraella, que debia ser del mismo tamaño, estaban otras de Paulino que medían
entre 1250 y 5000 hectáreas o aquella suma de grandes fincas de Melania la
Joven, en Occidente, que necesitaban 20.000 esclavos y por las que cobraba de
renta en moneda 120.000 sueldos oro, (casi dos millones de francos oro), más un
tercio de renta en especie, y aun había propietario que tenía más del doble de
esa renta (Jullián,Histoire de la Gaule, t. VIII, pág. 147).
(4) F. Lot. La Gaule, pg. 373. A través de los
datos que da de que Autún contaba el año 311 con 32.000 capitaciones tributarias
sobre una superficie aproximada de 137.500 klm.2 se podría calcular en unas 43
hectáreas por colono, pero esta hipótesis resulta muy aventurada. Hoy el
promedio del colonato navarro es de 10 hectáreas.
(5) Este
procedimiento se emplea todavía en Oriente, Egipto. Grecia y Francia por lo
menos. Le define Sexto Pompeyo Fexto («De verborum signjficata»)
diciendo: est genus machinae quo trahitur aqua, altaram partem praegravante
pardere, dictus a tollendo; se ve representado en un mosaico de la villa de
Laberio en Uthina, cerca de Túnez, reproducido por Glauclaer (Monuments Piot.
1896, pág. 200 y sigs. y lámina XXII) y restos de ellos se han encontrado por
M. Louis en las excavaciones francesas de Fontaines-Salées (Rev. Gallia. t. I,
1943, fase 2.°, pág. 62). Vegetio (Epitome rei militari, IV, 21) define
también este sistema para elevar a la muralla los soldados asaltantes.
(6) A diferencia
del trienal de la Galia, año de cereales, año de descanso y año de leguminosas
y ello en tres fajas alternadas.
(7) Plinio (23-79
de J. C.) dice en su Naturalis Historia que en la Bética se siegan las
más copiosas mieses entre los olivares (XVII, 94) y que allí el trigo produce
ciento por uno (XVIII, 95) y elogia el trigo balear que da por modius (8'754
litros) 35 libras de pan (ll'460 kgs.); que el pan de la Galia y España es más
ligero que el de otros países, pues sin duda de la harina no se separaban
impurezas. Elogia también la cosecha de cebada recogida aquel mes de Abril en
Cartagena y dice que en ese mes de siembra en Celtiberia donde da dos cosechas
al año (XVIII, 67). Tito Livio (59 ante a 17 de J. C.) da como cifra de
exportación anual de cebada española 270.000 modios (23.636 hectolitros).
(8) Giorgio
Papásogli-L'Agricoltora degli etruschi e dei Romani.—Roma 1942, pág. 108 y sig.
(9) El párrafo
que Ateneo refiere está escrito con la exageración de una laudeen que se elogia
la felicidad de Lusitania, la prolifidad de hombres y animales, la riqueza de
sus plantas, la calidad y belleza de los pescados y la economía de los precios,
hasta el punto de no apreciar la carne de los animales salvajes. Es el
típicoelogio de las tierras recién descubiertas. Además, de los precios del
trigo y la cebada, dice que el litro de vino valía (en pesetas oro) 2'5 cts.;
un cerdo de 50 kgs. 5 pesetas (es decir el kg. en vivo 10 cts.); una oveja 2
pesetas; un ternero 5 pesetas; un buey de arar 10 pesetas y un kilo de higos 2
céntimos. El cálculo del medimno siciliano de cebada (52 litros) que valía una
dracma de Alejandría (1 peseta) está hecho por Schulten «Fontes Hispaniae
Antiquae», Fase. II, pág. 141.
Estos precios
nada sorprendente representan, pues si el vino de 2'5 céntimos ei litro se
compara con los que luego citaremos para los años 250 y 88 a. de J. C, y el
siglo I de J. C, se verá como la oscilación es pequeña y quizá puede explicarse
en razón de calidad. Tampoco es grande la diferencia entre el kg. de cerdo en
vivo y 0'82 fr. el de carne de cerdo que acusan las tarifas de Diocleciano en
el siglo IV de la Era; cuatro siglos y medio después el kg. de trigo y cebada
viene a ser también el cuádruplo del de tiempos de Polybio.
(10) El estudio
del rendimiento logrado en los cereales no pasa de conclusiones hipotéticas.
Varrón dice que en la Toscana el trigo da de 10 a 15 simientes; Cicerón que lo
mejor del agro leontino daba 16; Teofrasto señala 30 en Messina, pero Columela
da la media de Italia solo de 4 y Plinio dice 100 para el agro leontino y 150
en Bizancio de Africa. Los trabajos modernos de Cocchia y Barbagallo están más
de acuerdo con Columela para la producción media de Italia, calculando el
último (Produzione media dei cereali e della vite in Grecia, in Sicilia e
nell'Italia nell'antichitá. Rivista di Storia Antica, 1904) en 5'75 hectolitros
por hectárea y Giacomo Acerbo (L'Economia dei cereali nell Italia e nel mondo,
1934), la media italiana en 6 simientes. Los datos que antes hemos referido de
Plinio deben aludir a tierras muy fértiles o a campos experimentales, pero no a
producción normal. La generalizaciónde las noticias casuísticas que a veces se
leen en los escritores clásicos, conduce frecuentemente a error.
(11) Mommsen y
Blümmel. «Der Maximaltarif des Diocletian herausgegeben un erländer», 1893.—
Levasseur. «Histoire des classes ouvrieres et de l'industrie en France avant
1.789». Tom. I, pág. 112 y sigs. El cálculo del valor del denario que aquí
utilizamos (0'0225 frs. oro) de tiempode Diocleciano, es el de Levasseur y el
de las unidades de medida está tomado de las tablas de Cagnat et Chapot «Manuel
d'Archeologie Romaine». tomo II.
(12) Un modius
militaris (17'508 litros) 100 denarios (2'25 fr. oro).
(13) Un modius
militaris (17'508 litros) 60 denarios (1'35 fr. oro).
(14) Un modius
militaris (17'508 litros) 50 denarios (1'125 fr. oro).
(15) Un modius
militaris (17'508 litros) 30 denarios (0'675 fr. oro).
(16) Una libra
(327'45 grms.) valía doce denarios (0'27 fr. oro).
(17) Una libra
(327'45 grms.) valía ocho denarios (0'18 fr. oro).
(18) Una libra
(327'45 grms.) valía dieciséis denarios (0'36 fr. oro).
(19) El jornal de
un fontanero 0'56 fr. oro, el de un picapedrero, carpintero, herrero o panadero
1'12 fr. oro; el de un marinero, mosaísta o marmolista 1'35 fr. oro; un pintor
de fachadas 1'57 fr. oro y un pintor decorador 3'37. Los profesores de gimnasia
cobraban al mes por alumno 1'12 fr. oro; los de matemáticas 1'68; los de
gramática o geometría 4'50 fr. oro y los de sophistica 5'62.
Según Catón (Cap.
LVI) al obrero agrícola había que darle para su manutención33'92 litros de
grano en cada mes del invierno y 38 en los de verano; al villicus, a su
mujer, al sobrestante y al guarda de ganados 26 al mes; y a los esclavos l'310
kgs. de pan diarios; de vino para la servidumbre (Cap. LVII-LÍX) una emina (0'274
litros) por día durante el cuarto mes; un sestino (0'545 litros) del mes
quinto al octavo, 0'858 litros desde el mes noveno al dozavo, y en las
Saturnales y en las Compítales 11'44 litros a cada uno, lo que representaba por
hombre y año 183'40 litros. El condumio debería ser 0'545 litros de aceite al
mes para cada uno y un moggio (un almud = un celemín) de sal al año. Los
vestidos (Cap. LIX) una túnica, un sagum y un buen par de sandalias cada
dos años.
(20) Según el
Codex Theodosianus la libra de cerdo (327'45 grs.) valía seis «folies » (0'30
fr.) y por tanto el kilo 0'91. El año 389 y por una Ley de Valentiniano,
Teodosio y Arcadio, se sabe que el precio del kilo era 0'51 fr. y el del litro
de sal 0'15 francos.
(21) B. Taracena.
«Excavaciones en diversos lugares de la provincia de Soria» Mem. J. Sup. Excav. n.° 75, pág. 21.
(22) III, 83, 1.
(23) La vigne dans l'Antiquité. Lyon 1913.
(24) Hist. Nat, XIV, IV.
(25) Columela
III, III, hace la cuenta de un viñedo de 7 yugadas: a 1000 sextercios la compra
de cada una, 2000 la plantación y equipo también de cada una, 8000 sextercios
la compra de un viñador hábil que se bastará para 7 jugera (pues cree que no se
debe comprar un esclavo cualquiera ya que «un viñador de precio es artículo muy
esencial») y 3480 de dos años sin fruto, es decir el 6% anual. Como cada
yugada debía producir 544 litros, que valdrían 300 sextercios, debería rendir
en producción el 7 % Esto y lo que Columela y Plinio cuentan del tamaño
de algunas cepas resulta extraordinario para los tiempos actuales.
(26) Versos,
497-502.
(27) Esta segunda
forma aparece en Estrabón (III, 4, 8) y se confirma en ia
inscripción 4226
del Vol. II del C. I. L.
(28) C. I. L. II,
p. 246.
(29) Esto debe
ser erróneo pues Timeo (Eniodoro, V, 17, 2) dice que en Baleares
apenas se produce
vino.
(30) C. I. L. II,
2029.
(31) Bull. Com.
1879, pág. 48.
(32) El congius
(3'283 litros) valía un as (0'101 fr.).
(33) El quadrantal
(26'26 litros) valía 8 ases.
(34) El culleus
(524 litros) valía 300 sextercios (80'4 fr.).
(35) El amphora
con 26'26 litros valía 20 ases (1'34 fr.).
(36) El sextiarius
(0'54 litios) oscilaba entre 34 y 8 denarios (0'76 y 0'18 fr.).
(37) Un amphora
(26'26 litros) 420 folles (21 fr.) según una constitución de Valente
y Valentiniano para la Lucania y el Brutium.
(38) Plinio. Nat.
H. XIV, 1, 27.
(39) Reinach.
«Repertoire des Reliéfs Grecs et Romaines», tomo III, páginas 293, 294 y 427.
(40) La vigne
dans l'antiquité. Lyon, 1913.
(41) Ob. cit. pág
293.
(42) Como en un
fresco de la casa de los Vettii. La semejanza del torcular para ambas
manufacturas puede apreciarse en la prensa para vino de Boscorreale (Cagnat,
tom. II, pág. 247) y la de aceite de Stabia (Daremberg et Saglio. Dictio. Oleum).
(43) Engler. Apen. V. Helm. «Kulturphlanzen und
Hausthiere».
(44) VI, 494-95.
(45) Ver. 505.
(46) La oliva
fresca se empleaba en el primer servicio, en la gustatio; olivas amargas se
mezclaban con la muria; otras confitadas, o puestas en vino, vinagre o
miel; o las negras deshuesadas secas al sol y puestas con sal; o picadas y en
aceite con hierbas aromáticas
(47) XIV, 150.
(48) XV, 1.
(49) Ibéricas,
64.
(50) Doce libras
de aceite (3'828 kgs.) valían un as (0'101 fr.).
(51) Diez libras
(3'27 kgs.) valían un as (0'054 fr.) según Plinio.
(52) Un
sextarius (0'54 litros) valía 40 denarios (0'9 fr.) y las clases inferiores, 24
(0'54).
(53) 90 libras
(29'47 kgs.) valían un solidus (15'20 fr.) según una Ley de Valentiniano.
(54) Catón. 67,
Columela, XII, 59, Plinio XV, 23. Esa cantidad se denominaba factus El modius
italicus representa, 8'75 litros y el castreusio 17'51 litros.
(55) Scriptores rey rusticae. Tom. I, pág. 610-666.
(56) Technologie, Tom, I, pág. 328-355.
(57) Daremberg et Saglio «Dit. d'Ant. fig. 5.391, y
Museo Borbónico, IV, lám. 1.
(58) Columeia,
VII, 2.
(59) Estrabón,
144.
(60) Hubuer, C.
I. LI, II, 2660.
(61) Grenier, «La
transhumance des troupeaux en Italie et son role dans l'histoire romaine».
Melanges d'Archeologie et de Histoire. Mayo-Agosto, 1905.
(62) B. Taracena.
«El palacio romano de Clunia», Archivo Español de Arqueologia, 1946, pág.
29-69.
(63) Blas
Taracena «Las invasiones germánicas en España durante la segunda mitad del
siglol III, de J. C». Actas del Primer Congreso Internacional de Piréneistas.
Zaragoza 1950.
(64) In Rufinum
II, 76-77 y sig.
(65) De Regno,
15.
(66) Jullian.
Hist. de la Gaule. Tomo VIII, pág. 142.
(67) Entonces ya
no se habla del vino de España, lo que ha hecho creer . Schulten (frente a la
opinión de Marchetti) que ya no se cultivaba, pero la villa superior de
Liédena construida a principios del siglo IV demuestra lo contrario.
(68)
Lo dicen repetidamente Symmaco, Ausonio, Paulino, Casiodoro, etc.